jueves, 24 de diciembre de 2015

CAVILACIONES VI: Decoración Navideña

Haciendo la decoración navideña, que  mi madre me obliga a realizar, saco la cajita de herramientas que guardo en el sótano de la casa. Es antigua, herencia de mi abuelo, al que le gustaba tallar en madera, por lo que contiene muchas cuchillas de diferentes anchos, desarmadores, pequeñas sierras, martillos y hasta un soplete, que yo había adquirido hace un tiempo.

Tomé clavos y los fijé a la ventana para colgar las luces que mi madre quería cayeran como una lluvia de chispas colorinas. También varios cuadros del viejo roñoso de Papa Noel, que jamás se acordó durante mi infancia que yo existía.

Si tan solo regresara ahora que ya estoy grande, lo haría pagar por cada año esperando despierto su llegada. La leche tibia y las galletas que evitaba comer para ofrecérselas a ese desgraciado.

Por años pensé que, y me convencí de ello, era el peor niño del barrio, por algo él no me traía nada.

Me senté en el sillón frente a la chimenea recordando la fábula de los cerditos y el lobo en que los marranos terminan quemándolo vivo y una sonrisa se dibujo en mi rostro.

Por supuesto, años después, supe que él no existía.  Ahora, en mi adolescencia, al fin me convencí de que no era un monstruo infantil como suponía.

Regresé de mi ensueño al grito de mi madre para que me apure. Abrí mi cajita de herramientas, observé el brillo plateado de mis cuchillas y sierras, el hermoso soplete con su haz de fuego azul, mi martillo de mango amarillo que destacaba entre tanto metal. Todo me serviría para esta ocasión especial.

Pensé un buen rato sentado en el mullido mueble en una decoración que satisfaga a mí madre y salí raudo con mi caja hacia el pequeño almacén fuera de la casa. Cargué una antigua reja de hierro oxidado del tamaño de una puerta y ayudado de mi soplete la partí por la mitad, amolde las puntas de los bordes al rojo vivo, con el martillo, llevándolas hacia arriba. Partí varias partes del centro y de lados de la reja levantando las puntas luego, con el martillo, al igual que los bordes. 

Cargué mi obra dentro de la casa acomodándola en el piso de la chimenea, bajo los leños secos recién puestos, a pesar de que no funcionaba desde hace muchos años. Esta noche nuevamente ardería  y así aseguraría los leños.

Pinté con brea el interior de la chimenea hasta lo más alto que pude. Así ardería más el fuego al prenderlo.

Colgué las luces que mi madre quería, adorné las ventanas,  y el árbol giratorio que mi hermana compró a pedido de su vástago que, de alguna manera, si recibía obsequios cada año.

Fuimos a acostarnos ya entrada la noche. Mi sobrino, pobre iluso, dejó nuevamente las galletas y la leche para el viejo gordo que nunca llegaría.

Me acosté cansado de haber complacido a mi madre con su maldita decoración anual.

En la noche, el ruido de cascabeles me despertó, un golpe en el piso, cosas que caían y un grito ahogado dieron paso al silencio natural de esa hora.

Salí del dormitorio así como mi hermana, su crío y mi madre corriendo hacia el primer piso.

¿Acaso por Belcebú existía el viejo ese? Un cuerpo gordo y alto se veía en el piso de la sala entre las penumbras de la noche.

Todo era un regadío de cosas rotas, la chimenea apagada no nos dejaba respirar bien por el polvo que esparcía y no podíamos distinguir con detalle, salvo la robusta silueta caída.

Mis instintos de futuro investigador forense especializado en sangre, como Dexter, mi ídolo, me hicieron reconstruir el escenario en un instante.

Papa Noel llegó en su trineo lleno de cascabeles y se posó en nuestro techo. Bajó por la chimenea como es su costumbre, al quedarse atorado por lo gordo que estaba trató de deslizarse hacia abajo y en el camino se levantó su traje quedando el cuerpo al descubierto, los ladrillos y el cemento sin lijar hicieron lo propio, desgarraron piel arrancando girones de ésta, la sangre se deslizó por la chimenea mojando los leños que ahora se veían de un  color tinto oscuro. El tubo de la chimenea cerrada ahogaba los gritos del hombre que sentía abrirse vivo dentro de esa tumba vertical. La piel se agrietaba, el musculo aparecía al rojo vivo, la grasa del cuerpo se deslizaba también como copos blancos de nieve que terminaban por morir en los leños. La piel del abdomen, más suave, fue la que se abrió primero, las tripas solo eran sostenidas por los muros que no las dejaban salir libremente. Sus manos ensangrentadas al fin dieron el último empujón encontrando la brea, que yo había puesto horas antes en los muros, la cual lo ayudó a caer bruscamente como un bulto informe sobre los leños que se esparcieron a su peso quedando incrustado en la reja que había acomodado debajo de ellos. Los pinchos cortos se incrustaron en la poca carne que quedaba en el torso, en piernas, nalgas, brazos y manos que temblaban al traspasar de los nervios.

Como pudo y aun con muy poca fuerza se levantó y dio unos pasos tropezando con mi caja de herramientas que, descuidadamente, dejé en el piso y cayó como un paquete a los pies del árbol que giraba aun encendido, trató de apoyarse en éste metiendo la cabeza entre el follaje intentando agarrar el tronco para levantarse pero el cordón de luces atrapo su cuello apretándolo cada vez más a cada giro. - Si no hubiera estado tan débil se lo hubiera quitado con facilidad - pensé para mis adentros. Entre luces que prendían y apagaban iba ahogándose, perdiendo la vida,  el aire cada vez llegaba menos a sus pulmones. El cable se incrustaba en su rechoncho cuello desapareciendo entre los sudorosos pliegues.

Mi madre se prestó a acercarse para prender las luces cuando el cuerpo se movió dando su último esfuerzo para tratar de salvarse, jaló con una mano el cordón que lo aprisionaba, en el esfuerzo las tripas salieron de la cavidad torácica regándose casi hasta nuestros pies desnudos. El árbol no resistió el peso del hombre bañado en sangre y brea y cayó sobre él. Solo una chispa fue necesaria para encenderlo sobre el cuerpo del infortunado Mr. Kringle que ardía como una tea gorda destripada y ensangrentada.  Ya no tuvo tiempo de gritar, ni de moverse, ni de respirar. Quedó en el piso de mi hogar, en vísperas de navidad, sobre su propia sangre dejando un olor a carne chamuscada que llenaba la noche junto a los villancicos lejanos.

Me desperté a la mañana siguiente. El olor a chocolate caliente llegó a mi habitación. Miré por la ventana la fría mañana navideña. Mi madre y mi hermana estaban llegando. La última vestida de negro luto.  Miraron hacia arriba para leer sobre la puerta principal el letrero de bienvenida:

“Feliz Navidad y un próspero Año Nuevo les desea el Psiquiátrico Clarkson”


Al fin había dejado de ser solamente una cavilación.

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